Si de pronto fluyera a tu garganta
la palabra que debe pronunciarse
muerde, silente, su cabeza, y escupe
el veneno de la dicha.
O bien, firme la voz,
acéptala
con fingida serenidad,
sin alborozo
ni esperanza
en vana transfiguración.
Otras opciones no caben,
excepto la que sin duda elegirás: considera,
entonces, que una vez regurgitada
su letargo no será piadoso.
Encenagada en tus entrañas,
digerirá pausada sangre y hueso, sorberá
humores, defecará recuerdos,
hasta que, convertido a su fe,
no seas al cabo sino la papilla ensalivada
que late en el vientre de la Pitón.
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