jueves, 16 de diciembre de 2010

Metamorfosis del hombre minino


                                             Pangur, mi gato blanco, tiene un arte,
                                                         y yo poseo el mío.
                                                         Para cazar ratones él aguza su ingenio:
                                                         yo lo aguzo en mi oficio.


Admiraba de mi buen Bangor su felina lasitud, el desapego moral, la indiferencia afectiva. Hastiado de hábitos y conciencia, no dudé en acometer impía transmutación. Caviloso, entre fideos deposité los emblemas rezumantes de mi arte, los esponjosos genitales, el pulmón anegado en cafeína. Barquito de pan ensopé el corazón. Fue entonces cuando lo llamé, del destino ignorante: “caldo de tristeza y menudillos, minino”. Al salir de casa me tendí sobre su estera cubierta de pelos, lamí el platillo, devoré las raspas.
Siento algo de pena al contemplarlo en su estado actual, agitado el sueño, hinchada la panza de cerveza. Algunas tardes, arropado en mi vieja bata, hojea con aparente interés viejos panfletos esotéricos, persiguiendo tal vez en su incipiente humanidad algún húmedo noúmeno que ofrezca sentido a su transformación. Pronto conocerá la ginebra. Lágrimas temblorosas espumean sus bigotes. Mala suerte, mi triste Bangor. Hecho lo hecho está.
Yo, entretanto, vivo descuidado por las calles, recostado contra paredes que orino cuidadosamente para hacerme reconocer. Los domingos, cuando me cuelo en algún partido, ronroneo frotándome contra las medias de las estudiantes. Bebo leche, como ratones, defeco vida.
Terrosa y sin pastillas transcurre la noche.
Abstraída pasta en mi pelo
la población láctea de las estrellas.

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