jueves, 9 de diciembre de 2010

Don de lenguas

La difusión de la materia de Bretaña en los reinos ibéricos del Norte se debió –es cosa sabida- a los relatos narrados por peregrinos que afluían a Santiago remontando el Camino francés. La transmisión oral hubiera resultado imposible, no obstante, sin la concesión al Camino de cierto portentoso don que permitía a los viajeros entender en su propia lengua las palabras pronunciadas por cualquier compañero, de manera que hombres y, por qué no, bestias, mecían su alma atribulada con los viejos relatos celtas transmutados en piadosas demandas. Tal vez no otra era la intención del Señor al suspender a un tiempo la incredulidad y la confusión babélica; pues, es cosa sabida, Merlín es peligroso rival, y no existe dios más celoso que Dios.

                                                   

                                                                                          “El camino tenía don de lenguas”  (Alvaro Cunqueiro)
    
                  Restaban pocas jornadas, estaba cansado. Hubiera preferido callar, contemplar aquellas llamas cuyo crepitar tal vez bastara para evocar la historia, adormecerse en un sueño de lejanas campanas. Pero entonces, perdido en el silencio de la mirada, el prodigio no se hubiera manifestado, era preciso

                dar palabras a la imagen, narrar a los otros -los desazonados viajeros, los perros absortos a la lumbre, las criaturas ocultas en la fraga- el rumor de la gesta lejana. Así, convocados por su voz entre las brasas, jinetes de herrumbroso atavío cid dia tanaic si umbrías frondas atravesaban, quebrado por sus pasos el laberinto de silvas, graznar de cuervos su espada acuciando. Así, postrado de hinojos sobre el hiriente brezo o perdido en la escarcha de su memoria, en voyant la noirceur du corbeau, la blancheur de la neige, la rougeur du sang, jamás olvidaba el caballero la promesa empeñada, el destino, la demanda. Y la lluvia atraída por el fuego allí se remansaba, anegada en dolor por Amor derrotado, Peredur songea à la chevelure de la femme qu’il aimait le plus, aussi noire que le corbeau, à sa peau aussi blanche que la neige, mientras los peregrinos absortos escuchaban las desconocidas, cristalinas palabras, el diáfano verbo ronco, para más tarde a otros relatar, junto a la luz de otras hogueras

                o conto do Perceval repousado nos felgos,
                pola brétema branca arrolado.
                     

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