Amanuense
Cuando llega a casa anota: si fuera una seca cabecita, con amor trabajada por un victorioso guerrero, reposando en el museo tras una vitrina de bordes sellados, al menos tendría
guardada en los ojos aquella sombra verde, susurros entre las lianas, el roce pertinaz de la navaja en el recuerdo. Mi rostro sería contemplado por aburridos grupos de niños y niñas con ropas esmeradas, que al escuchar aquella historia de exaltación y muerte, sentirían tal vez la misma suave inquietud que en otros tiempos me poseyera, y quizás
al volver a casa
alegremente jugarían
con el hermanito pequeño y la cuchilla de papá.
Sí, puedo imaginar
el leve balanceo del barco rumbo a Melanesia.
Luego, tras una cena caliente, arrebujado en la cama, a su taza de café susurra, a su ventana, a sus cortinas: hombres salvajes,
hombres salvajes,
en mi corazón encended vuestras hogueras.
La senda escondida
La agonía del elefante resulta grotesca.
El sentido del ridículo inherente a esta especie
motiva, en consecuencia, que encaminen sus pasos
hacia valles apenas existentes,
entintados pliegues de un mapa desleído
sólo por el gran Tarmangani hollado.
En sus últimos días, Moby Dick
mojaba las sábanas con blancas lágrimas de esperma.
Hoy sabemos
que la red submarina de cementerios de ballenas
comunica, mediante intrincados pasadizos,
los osarios del marfil y la memoria..
Así se explica ese extraño espectáculo,
cuando un paquidermo moribundo
surge entre las aguas, acerca
sus pasos vacilantes
hasta la toalla donde nos dejamos tostar por el sol
y con los ojos turbios fijos en nosotros
se tumba sobre la arena
para, agitando por postrera vez sus orejas lánguidas,
exhalar el llamado último suspiro
tan delicado que parece impropio para su cuerpo descomunal.