Al detenerme preguntaron el
porqué de mis actos, la oscura maldición que sin duda los guiaba. Callé. Así,
cuando me ofrecieron trabajar al servicio del señor, con buena paga y buen
alcohol, ¿qué podía decir?: “Soy una persona melancólica, un hombre sencillo
que busca el sol sin despreciar la lluvia. Amo las flores rojas entre el trigo.
Siempre camino, siempre; mi tristeza es que las tortas de maíz no bastan para
satisfacerme, ni el agua calma mi sed. Rechazo vuestra oferta.”. Se hubieran
burlado, mi cuerpo pendería de una rama. Acepté en silencio.
Ahora, con la buena alimentación,
he perdido el gusto del cuchillo. A veces matamos campesinos, otras pobres
locos, locos pobres. Castigo divino, mascullan. Finjo ferocidad, procuro
rezagarme. Pero, aunque eche de menos aquella afilada alegría, aquellas mañanas
caprichosas, sé que obré en la única forma posible.
Nunca aceptarían que degollar,
para mí, fuese sólo una afición.
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