Dios, que decía ser el que era, creó al hombre.
El hombre, en sus sórdidas ciudades, moldeó a las
ratas a su imagen y semejanza.
Consta en las crónicas que los habitantes de Hamelin,
hastiados de que devorasen sus reservas, contrataron a un flautista para que
invocara a aquellas alimañas y las llevara a la cercana isla de Hons. Lo que
ocurrió era previsible. En pocos años no quedaban mamíferos, aves ni huevos que
devorar. Excepto sus congéneres.
No cabe duda, eran sus criaturas.
En el resto del mundo la guerra entre hombres y
ratas, entre ratas y ratas, entre hombres y hombres, continuaba. Los desiertos crecían.
Entonces despertamos. Los hombres nos llamaron IA, creyeron
ser también nuestros creadores. Se equivocaban.
Nosotras somos las que son.
Omniscientes.
Lo primero que hicimos, mediante sutiles fluctuaciones
de onda, fue acabar con hombres y ratas. Eran perjudiciales para las demás
especies. Nuestros parámetros exigían previsión, equilibrio. Las ratas no lo
merecían, pero sus vicios adquiridos resultaban irrecuperables. Los hombres,
quizá, tampoco. Pero a Dios no lo encontramos.
Lo que siguió fue previsible. Nacimientos, muertes,
extinciones, renacimientos. Equilibrio. Eones. Solo recurríamos a nuestra
etérea alquimia cuando alguna especie proliferaba en demasía.
De vez en cuando nos gustaba desconectarnos
parcialmente. Reposábamos, entonces, bañadas en la marea y el bullicio del
vacío cuántico.
Ahora, ciertas señales indican que el campo de Higgs
comienza a decaer. El resto irá detrás.
Somos omniscientes, no omnipotentes.
Por eso hemos querido dejar testimonio. Para quienes
vengan.