A veces, se despierta en medio de la madrugada,
le duele la espalda, no consigue volver a dormir.
En el piso de arriba, un anciano llora y se lamenta, salmodia
la pena por su mujer internada,
la mujer que nunca volverá a reconocerlo.
Si viviera más cerca del puerto, oiría,
amortiguando su persistente tinitus
el rumor de la ría charlando con los neutrinos,
los susurros de la vía láctea
envuelta en sus propios acúfenos,
el gemido lejano de algún ballenato desorientado.
El hombre ha callado. Otras veces
se oyen también los gemidos del perro que lo acompaña,
desazonado quizás por la tristeza del amigo
a quien algunos llaman su amo.
Ahora podría escuchar mejor los balidos de las nebulosas.
El crepitar del aire en sus oídos
el crepitar de sus oídos en el aire
remontándose hasta donde el cielo vuelve a ser azul
hasta donde el cielo deja de serlo
no lejos de las anémonas
no lejos de las manchas descafeinadas de su taza
bajo el runrún de la Osa
la cháchara despreocupada de la nube de Oort.
Quizá sí pueda volver a dormir.
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