“¿Todos, dije? ¡No!
Hubo uno, cojito,
incapaz de bailar hasta el fin del camino.
Y cuando en los años siguientes
preguntabas
la razón de su tristeza, solía decir:
‘Nuestra ciudad es muy aburrida
desde que mis compañeros partieron.
No puedo olvidar saberme privado
de las cosas hermosas que ellos contemplan
y que a
mí el flautista también me prometió’…”
(Robert Browning, El flautista de
Hamelin)
Sólo hay un mundo, Sebastián, y los
pasos de los hombres apenas rozan su piel.
Perrito faldero. Capitán de las sardinas.
Donaba la tarde luz. Brincar, cantar, marcar el compás
de la contradanza, lejanas la sintaxis y el maestro, las sombrías salas con
retratos de circunspectos abuelos e infantiles padres, bailar siguiendo la
figura algo encorvada del flautista penetrando en el bosque. Cuánta tibieza
después. Un sapo contempla absorto, quebrado su cuello corto. Ni berrea de
ciervo ni silbido de alondra. Sólo quietud, ojillos furtivos tras las hojas,
susurro de tenues carreras mientras caminan por el sendero, mudos ahora,
tomados de la mano entre las hayas y pensando para sí: que la cojan a ella, que
lo coman a él.
Pero había uno, tullido, que no podía danzar. Y rezagado tras ellos
marchaba sin cesar.
¿Ya has vuelto a hacerte
pis? ¿Crees que estás en casa, con mamá consolándote y la criada limpiando las
sábanas? Mocoso. No le hables así, bastante tiene con lo suyo. Los mimos no lo
enderezarán. Atiende, los hombres no lloran ni se mean, hasta que aprendas te
pondremos una cubierta de plástico para que no manches el colchón. No lloro. Yo
no lloro. Bueno, que me lo pongan. Que hagan lo que quieran. Pasaré la noche
despierto, quieto, quieto, para no hacerme pis, para que no se oigan crujidos
al revolverme en la cama, para que no.
Lo imaginaba. Pronto empezaron a
verlas. Grandes, peludas, afiebrados los ojos, algunas mordisquean los tallos
de retama, aquélla roe una corteza, la otra puesta sobre sus patas traseras
sigue el ritmo creciente de la tonada y los niños andando cada vez más rápido,
sibilante la respiración hasta alcanzar el claro jadeantes de angustia. Pero hubo
uno que no tuvo miedo, ni aulló en
silencio, pues siempre había portado aquella fiebre en su corazón, uno que
reconoció su propia voz al escuchar los tenues gemidos de hambre y pena
brotando de las gargantas que a cientos esperaban.
La base por la altura, es fácil. No caben más puntos. Vaya, tienes
facilidad para la geometría, pero no sé por que te empeñas en repetir figuras
planas. Intenta un cubo. Los rectángulos existen en el papel, son de verdad,
azules y tersos como la cartulina; los cubos aire en mi pensamiento. Las
figuras con volumen pueden representarse, Sebastián, emplea la perspectiva. Yo
no dibujo mentiras. Imagino el espacio y aparecen prismas, cristales ingrávidos
que flotan silenciosos. Mas dibujarlos no cabe, y no lo haré.
Sebastián es el rey a la pata
coja, Sebastián límpiate con jabón la boca, ¿vendrá flotando mamaíta si en el
aire la imaginas? No deberías quedarte siempre en un rincón del patio, el mismo
libro apretado contra el pecho, siempre mirando pasar las nubes, así nunca
tendrás amigos. Son estúpidos. No saben quién soy yo.
Apenas descendieron la rampa comenzó el festín. Aquellos tontos corrían
de un lado a otro de la cueva, chocaban aterrorizados en la oscuridad mientras
ellas calladas los perseguían, saltaban a sus rodillas para derribarlos y les
comían todas las cosas. Pero había uno que no tenía miedo. Uno que avanzó hasta
el centro de la caverna, arrojó sus muletas y, sentado e inmóvil, esperó hasta
que no hubo ya más gritos, hasta que el ruido de las mandíbulas desgarrando y royendo
cesó lentamente. Luego, ahítas, sus hermanas reposaron junto a él.
Atención, entregadme las
redacciones. Esto no está bien, Sebastián, mírame cuando te hablo, no está
bien, tú sabes que los ángeles no son peludos ni gimen de hambre y,
por Dios, ¿cómo van a comerse a los bebés en la
cuna? Tendremos que
encerrarte en en el sótano con tus amigas, luego nos dirás si
te han gustado los ángeles. Hay que
llamar a su familia, no puede seguir aquí. Sí, a mí también me da lástima, pero
te digo que nunca cambiará. Es malo. Desprecia a su hermano, odia a sus
compañeros.Y los hará malos a todos, a todos hará mal.
Avanzada la tarde, la
cansada claridad del poniente quiebra en surcos luminosos la penumbra.
Sebastián, olvidado de sí mismo, observa las vetas ferrosas en la piedra, los
prismas translúcidos y efímeros, el vuelo leve de un vilano traído por la
brisa, los cristales de roca tornasolados en miel. Notó al cabo una presencia
junto a su corazón; la Madre Hirsuta lo acunaba, lamía los muñones de sus
piernas, con sus dientes abría tibios arroyos que dejaban fluir la humana,
enferma sangre. Se sintió de vuelta en casa.
A veces, mientras me agitaba y gemía encorvado sobre ella, oía su voz
salmodiar: "Hijo mío, amado mío,
Sebastián. Venido para engendrar y redimir. Nacido con el estigma de la pureza
entre una estirpe deforme, tú devolverás el reino". Mecido por las
aguas secretas, oía su voz: "Olvidados
de su origen, Sebastián, ciegos por la luz y el terror, nuestros tristes
nietos dividieron el mundo en dos,
llamaron verdad al miedo, ocultaron su vértigo en falsas cavernas. Mira a tu
alrededor: las raíces de los árboles son nuestro techo, el aire se alimenta de
sus hojas, de nuestras fuentes brota el cauce de los ríos. He aquí el principio
y el fin. Sólo hay un mundo, Sebastián, y los pasos de los hombres apenas rozan
su piel". Dulce era mi canción de cuna.
Los días pasaban en un ensimismado sopor. La mayor parte del tiempo
descansaba junto al pequeño manantial del fondo de la cueva, aliviando el escozor
de sus heridas en aquellas aguas que se perdían por una oscura oquedad donde,
algunas veces, parecía reverberar el rumor de una flauta. "No existes, Sebastián, en
la memoria de los hombres. También el recuerdo de tus compañeros será
transformado, con el tiempo, en otra historia a media voz evocada cuentos
los cuentos son hierve la sopa en el caldero, hechicera de temores, maestra del confiado sueño sopla viento fastídiate ogro, sanadora del miedo papá siempre nos cobijará del olvido señora". Desinteresado, Sebastián prefería tumbarse
junto a sus hermanas, acechar el momento en que éstas extraían bruscamente del
agua la cola en cuyo extremo un cangrejo, a la engañosa presa aferrado, pasaría
a formar parte de la común pitanza. A ratos, entreteniendo la espera, liman sus
colmillos sobre las enmohecidas muletas. Alguna tarde, cuando los prismas
inundaban la bóveda de la cueva, se arrastraba, algo torpe aún sobre sus patas,
hasta el extremo de la rampa. Allí, entrecerrados los ojos, contemplaba los
claroscuros del bosque; pero la luz pronto comenzó a desagradarle, la costumbre
se convirtió en desidia. Inane el pasado, la vida tornábase rutina.
No puedo entenderte, hijo.
No puedo. Ya no sé qué hacer contigo. Déjalo en paz, sabes que él es distinto.
Volvamos a casa, que olvide esta ridícula escuela. Duerme en mi regazo,
Sebastián. Duerme en mi regazo.
La sintió a su lado, cálida y pesada: "Pero
tú no debes olvidar, Sebastián", su voz y su lengua lamiéndole el
oído, "pues tu semen ya crece en mi
vientre, y de él otros nacerán, cada vez más fino el oído, agudizados el olfato
y el amor a la sangre, fuertes y ágiles
sus patas. A ellos te debes: atesora los desprecios sufridos, cultiva en tu
corazón la justa venganza, recuerda el camino de regreso para cuando el tiempo
sea llegado. Pues un día vendrá, Sebastián, en que uno de tu estirpe ascenderá
de nuevo hasta depositar su semen
en el sueño de una virgen, y en
ella nacerás de nuevo,
y por ella
sabrás que la redención
se acerca." Así, aunque ya apenas podía ver, volví a subir cada
tarde junto a la linde de los árboles. En silencio escuchaba los susurros
de la vida, con
cada latido acompasaba el rencor que sería mi legado.
El viento agitaba la hojarasca entre las pétreas cruces, removía el
cabello de Sebastián. Madera y tierra húmeda. La recordó tal como permanecía en
su habitación dos noches antes, ausente la enfermera, agitando los brazos en un
sueño de ojos abiertos. Silencioso, reptante, se había encaramado a su cama,
tomado las manos entre las suyas, besado sus ralos cabellos. Ahora su mirada,
antes perdida, lo contemplaba ansiosamente, y aquel constante murmullo, para
todos desvarío, era agua clara en sus oídos: "Es el momento, mi único hijo. Libérame, Sebastián.
Libéranos.". Lágrimas
caían de sus ojos, extraviados en las grietas de la pared. Sebastián sonrió.
Cerró suavemente con las yemas de los dedos los párpados resecos, tomó la
almohada cubriendo el rostro febril con delicadeza, apretó. La respiración se
hizo poco a poco más tranquila, el aire se aquietaba. Antes de regresar a su
habitación, besó por última vez los labios amados, humedecidos apenas por un
rastro de baba y hálito.
Ahora los estúpidos,
llorosos, tomaban tierra de la tierra y a la tierra la devolvían. Sebastián no
quiso acercarse, pronto nos veremos, madre. Una mano sudorosa se aferró a la
suya:
-Dime, Sebas, ¿mamá estará bien en el cielo?
-¡Tú no eras su hijo, bastardo!
Y con su mano libre Sebastián aferró al falso hermano arrojándolo de sí;
y en la frente del muchacho caído en tierra se dibujó un hilo de sangre; y el
falso padre golpeó al hijo lisiado sin que
nadie pudiera impedirlo; y los colmillos de Sebastián en la mano del
hombre dejaron sus huellas. Tumbado y lejano
sobre la hierba, escuchó los gritos, las lamentaciones,
los susurros de las hojas volanderas,
las mandíbulas de
la hormiga quebrando
un esponjoso
tallo, el silencio, pronto nos veremos, madre.
No debí hacerlo, fueron la rabia y la
desesperación. Basta de reproches, la compasión te ciega, siempre os cegó. Ha
sufrido tanto, cómo pude pegarle. Calla: trató a su hermano como a un perro.
Acepta la realidad, debes tomar una decisión: si no lo internas se hará mal, os
hará mal a todos. Pobrecito, ante la tumba de su madre. No sabíamos lo que hacíamos.
Apenas ya una sombra de luz resbalaba por el
ventanal. Sebastián dejó caer el libro del miedo y las mentiras junto a las
roídas muletas, se encaramó ágilmente al alféizar. La sagrada sangre gemía en
sus arterias, vigorizaba sus poderosas ancas. Observó el jardín, la difusa masa
de verdor al otro lado de la verja, los estremecimientos anhelantes entre la
hierba y la tiniebla. Su pueblo esperaba.
Así nuestro señor don Sebastián, gráciles sus movimientos, dejóse caer
en el suelo, rasgó en silencio la moqueta,
orinó cuidadosamente los enchufes
hasta que las quejumbrosas chispas
dieron paso a tibias volutas de humo, derribó las lámparas, lamió a
través del quebrado vidrio el retrato de la segunda madre y, cristalinos
estigmas enrojeciendo su lengua, inició el camino. Hacia la planta baja, donde
el falso hermano dormía bañado en sudorosa agitación, mientras los rasgos de
los retratos se disolvían en el silencio del óleo y la navaja barbera
palpitaba quedamente, silente
entre la ropa sucia. Hacia la cocina, donde el falso padre, vencido el rostro
sobre la mesa por la culpa y la memoria, soñaba con cuchillos carniceros,
ignorante del tropel de moscas y hormigas entregadas a la postrera cena entre
botellas, cenizas y restos de carroña. Hacia la ciudad, cuyas demudadas cuevas
desviaban la mirada del cielo, ofreciendo su telaraña de antenas a la anhelada
consumación. Hacia las fuentes. Y las dos madres, entrelazados sus cabellos en
las raíces del mundo, amorosamente dejaron fluir sus jugos en la tierra pues
supieron que, armado de espanto, Rey Sebastián había llegado.
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