jueves, 11 de enero de 2024

Rey Sebastián

 

 

                         “¿Todos, dije? ¡No! Hubo uno, cojito,

                                                                 incapaz de bailar hasta el fin del camino.

                                                                       Y cuando en los años siguientes

                                                                       preguntabas la razón de su tristeza, solía decir:

                                                                       ‘Nuestra ciudad es muy aburrida

                                                                       desde que mis compañeros partieron.

                                                                      No puedo olvidar saberme privado

                                                                     de las cosas hermosas que ellos contemplan

                                                                      y que a mí el flautista también me prometió’…”

 

                                                                       (Robert Browning, El flautista de Hamelin)

 


Sólo hay un mundo, Sebastián, y los pasos de los hombres apenas rozan su piel.

Perrito faldero. Capitán de las sardinas.

Donaba la tarde luz. Brincar, cantar, marcar el compás de la contradanza, lejanas la sintaxis y el maestro, las sombrías salas con retratos de circunspectos abuelos e infantiles padres, bailar siguiendo la figura algo encorvada del flautista penetrando en el bosque. Cuánta tibieza después. Un sapo contempla absorto, quebrado su cuello corto. Ni berrea de ciervo ni silbido de alondra. Sólo quietud, ojillos furtivos tras las hojas, susurro de tenues carreras mientras caminan por el sendero, mudos ahora, tomados de la mano entre las hayas y pensando para sí: que la cojan a ella, que lo coman a él.

Pero había uno, tullido, que no podía danzar. Y rezagado tras ellos marchaba sin cesar.

¿Ya has vuelto a hacerte pis? ¿Crees que estás en casa, con mamá consolándote y la criada limpiando las sábanas? Mocoso. No le hables así, bastante tiene con lo suyo. Los mimos no lo enderezarán. Atiende, los hombres no lloran ni se mean, hasta que aprendas te pondremos una cubierta de plástico para que no manches el colchón. No lloro. Yo no lloro. Bueno, que me lo pongan. Que hagan lo que quieran. Pasaré la noche despierto, quieto, quieto, para no hacerme pis, para que no se oigan crujidos al revolverme en la cama, para que no. 

         Lo imaginaba. Pronto empezaron a verlas. Grandes, peludas, afiebrados los ojos, algunas mordisquean los tallos de retama, aquélla roe una corteza, la otra puesta sobre sus patas traseras sigue el ritmo creciente de la tonada y los niños andando cada vez más rápido, sibilante la respiración hasta alcanzar el claro jadeantes de angustia. Pero hubo uno que no tuvo miedo,  ni aulló en silencio, pues siempre había portado aquella fiebre en su corazón, uno que reconoció su propia voz al escuchar los tenues gemidos de hambre y pena brotando de las gargantas que a cientos esperaban.

La base por la altura, es fácil. No caben más puntos. Vaya, tienes facilidad para la geometría, pero no sé por que te empeñas en repetir figuras planas. Intenta un cubo. Los rectángulos existen en el papel, son de verdad, azules y tersos como la cartulina; los cubos aire en mi pensamiento. Las figuras con volumen pueden representarse, Sebastián, emplea la perspectiva. Yo no dibujo mentiras. Imagino el espacio y aparecen prismas, cristales ingrávidos que flotan silenciosos. Mas dibujarlos no cabe, y no lo haré.

 Sebastián es el rey a la pata coja, Sebastián límpiate con jabón la boca, ¿vendrá flotando mamaíta si en el aire la imaginas? No deberías quedarte siempre en un rincón del patio, el mismo libro apretado contra el pecho, siempre mirando pasar las nubes, así nunca tendrás amigos. Son estúpidos. No saben quién soy yo.

Apenas descendieron la rampa comenzó el festín. Aquellos tontos corrían de un lado a otro de la cueva, chocaban aterrorizados en la oscuridad mientras ellas calladas los perseguían, saltaban a sus rodillas para derribarlos y les comían todas las cosas. Pero había uno que no tenía miedo. Uno que avanzó hasta el centro de la caverna, arrojó sus muletas y, sentado e inmóvil, esperó hasta que no hubo ya más gritos, hasta que el ruido de las mandíbulas desgarrando y royendo cesó lentamente. Luego, ahítas, sus hermanas reposaron junto a él.

           Atención, entregadme las redacciones. Esto no está bien, Sebastián, mírame cuando te hablo, no está bien, tú sabes que los ángeles no son peludos ni gimen de  hambre y,  por  Dios,  ¿cómo van a comerse a los bebés en la cuna?  Tendremos  que  encerrarte en  en  el sótano con tus amigas, luego nos dirás si te  han gustado los ángeles. Hay que llamar a su familia, no puede seguir aquí. Sí, a mí también me da lástima, pero te digo que nunca cambiará. Es malo. Desprecia a su hermano, odia a sus compañeros.Y los hará malos a todos, a todos hará mal.

Avanzada la tarde, la cansada claridad del poniente quiebra en surcos luminosos la penumbra. Sebastián, olvidado de sí mismo, observa las vetas ferrosas en la piedra, los prismas translúcidos y efímeros, el vuelo leve de un vilano traído por la brisa, los cristales de roca tornasolados en miel. Notó al cabo una presencia junto a su corazón; la Madre Hirsuta lo acunaba, lamía los muñones de sus piernas, con sus dientes abría tibios arroyos que dejaban fluir la humana, enferma sangre. Se sintió de vuelta en casa.

A veces, mientras me agitaba y gemía encorvado sobre ella, oía su voz salmodiar: "Hijo mío, amado mío, Sebastián. Venido para engendrar y redimir. Nacido con el estigma de la pureza entre una estirpe deforme, tú devolverás el reino". Mecido por las aguas secretas, oía su voz: "Olvidados de su origen, Sebastián, ciegos por la luz y el terror, nuestros tristes nietos  dividieron el mundo en dos, llamaron verdad al miedo, ocultaron su vértigo en falsas cavernas. Mira a tu alrededor: las raíces de los árboles son nuestro techo, el aire se alimenta de sus hojas, de nuestras fuentes brota el cauce de los ríos. He aquí el principio y el fin. Sólo hay un mundo, Sebastián, y los pasos de los hombres apenas rozan su piel". Dulce era mi canción de cuna.

Los días pasaban en un ensimismado sopor. La mayor parte del tiempo descansaba junto al pequeño manantial del fondo de la cueva, aliviando el escozor de sus heridas en aquellas aguas que se perdían por una oscura oquedad donde, algunas veces, parecía reverberar el rumor de una flauta. "No existes, Sebastián, en  la memoria de los hombres. También el recuerdo de tus compañeros será transformado, con el tiempo, en otra historia a media voz evocada cuentos los cuentos son hierve la sopa en el caldero, hechicera de temores, maestra del confiado sueño sopla viento fastídiate ogro, sanadora del miedo papá siempre nos cobijará del olvido señora". Desinteresado, Sebastián prefería tumbarse junto a sus hermanas, acechar el momento en que éstas extraían bruscamente del agua la cola en cuyo extremo un cangrejo, a la engañosa presa aferrado, pasaría a formar parte de la común pitanza. A ratos, entreteniendo la espera, liman sus colmillos sobre las enmohecidas muletas. Alguna tarde, cuando los prismas inundaban la bóveda de la cueva, se arrastraba, algo torpe aún sobre sus patas, hasta el extremo de la rampa. Allí, entrecerrados los ojos, contemplaba los claroscuros del bosque; pero la luz pronto comenzó a desagradarle, la costumbre se convirtió en desidia. Inane el pasado, la vida tornábase rutina.

No puedo entenderte, hijo. No puedo. Ya no sé qué hacer contigo. Déjalo en paz, sabes que él es distinto. Volvamos a casa, que olvide esta ridícula escuela. Duerme en mi regazo, Sebastián. Duerme en mi regazo.

La sintió a su lado, cálida y pesada: "Pero tú no debes olvidar, Sebastián", su voz y su lengua lamiéndole el oído, "pues tu semen ya crece en mi vientre, y de él otros nacerán, cada vez más fino el oído, agudizados el olfato y el amor a la sangre,  fuertes y ágiles sus patas. A ellos te debes: atesora los desprecios sufridos, cultiva en tu corazón la justa venganza, recuerda el camino de regreso para cuando el tiempo sea llegado. Pues un día vendrá, Sebastián, en que uno de tu estirpe ascenderá de nuevo hasta  depositar su  semen  en el  sueño de una virgen, y en ella nacerás  de  nuevo,  y  por  ella  sabrás  que la  redención  se acerca." Así, aunque ya apenas podía ver, volví a subir cada tarde junto  a la linde de los árboles.  En silencio escuchaba los susurros

de la vida, con cada latido acompasaba el rencor que sería mi legado.

El viento agitaba la hojarasca entre las pétreas cruces, removía el cabello de Sebastián. Madera y tierra húmeda. La recordó tal como permanecía en su habitación dos noches antes, ausente la enfermera, agitando los brazos en un sueño de ojos abiertos. Silencioso, reptante, se había encaramado a su cama, tomado las manos entre las suyas, besado sus ralos cabellos. Ahora su mirada, antes perdida, lo contemplaba ansiosamente, y aquel constante murmullo, para todos desvarío, era agua clara en sus oídos: "Es el momento, mi único hijo. Libérame, Sebastián. Libéranos.". Lágrimas caían de sus ojos, extraviados en las grietas de la pared. Sebastián sonrió. Cerró suavemente con las yemas de los dedos los párpados resecos, tomó la almohada cubriendo el rostro febril con delicadeza, apretó. La respiración se hizo poco a poco más tranquila, el aire se aquietaba. Antes de regresar a su habitación, besó por última vez los labios amados, humedecidos apenas por un rastro de baba y hálito.

Ahora los estúpidos, llorosos, tomaban tierra de la tierra y a la tierra la devolvían. Sebastián no quiso acercarse, pronto nos veremos, madre. Una mano sudorosa se aferró a la suya:

-Dime, Sebas, ¿mamá estará bien en el cielo?

-¡Tú no eras su hijo, bastardo!

Y con su mano libre Sebastián aferró al falso hermano arrojándolo de sí; y en la frente del muchacho caído en tierra se dibujó un hilo de sangre; y el falso padre golpeó al hijo lisiado sin que  nadie  pudiera impedirlo;  y los colmillos de Sebastián en la mano del hombre dejaron sus huellas. Tumbado y lejano  sobre  la hierba, escuchó los gritos, las lamentaciones, los susurros de las hojas  volanderas, las  mandíbulas  de  la  hormiga  quebrando  un esponjoso tallo, el silencio, pronto nos veremos, madre.

         No debí hacerlo, fueron la rabia y la desesperación. Basta de reproches, la compasión te ciega, siempre os cegó. Ha sufrido tanto, cómo pude pegarle. Calla: trató a su hermano como a un perro. Acepta la realidad, debes tomar una decisión: si no lo internas se hará mal, os hará mal a todos. Pobrecito, ante la tumba de su madre.  No sabíamos lo que hacíamos.

Engendró así Sebastián a Sebastián, cuyo primogénito engendró a Sebastián, y cada vez sus miembros eran más ágiles, fuertes y flexibles. Linaje de arcilla, las generaciones se sucedieron. Hasta que al fin, recorrido el camino de retorno, fue sembrada la semilla en el vientre de una joven virgen cuyo cuerpo, en víspera de boda, trémulo y convulso abríase a la humedad del sueño. Engendrose así aquél a todos diferente, entre todos por ella amado. Observó silencioso fluir las estaciones en los rostros de los hombres, leyó las historias, desveló la verdad tras ellas oculta. Hubo, pues, de morir el niño, para que Sebastián naciera.

         Apenas ya una sombra de luz resbalaba por el ventanal. Sebastián dejó caer el libro del miedo y las mentiras junto a las roídas muletas, se encaramó ágilmente al alféizar. La sagrada sangre gemía en sus arterias, vigorizaba sus poderosas ancas. Observó el jardín, la difusa masa de verdor al otro lado de la verja, los estremecimientos anhelantes entre la hierba y la tiniebla. Su pueblo esperaba.  Así nuestro señor don Sebastián, gráciles sus movimientos, dejóse caer en el suelo, rasgó en silencio la moqueta,   orinó   cuidadosamente  los enchufes   hasta  que   las quejumbrosas  chispas  dieron paso a tibias volutas de humo, derribó las lámparas, lamió a través del quebrado vidrio el retrato de la segunda madre y, cristalinos estigmas enrojeciendo su lengua, inició el camino. Hacia la planta baja, donde el falso hermano dormía bañado en sudorosa agitación, mientras los rasgos de los retratos se disolvían en el silencio del óleo y la navaja  barbera  palpitaba  quedamente, silente entre la ropa sucia. Hacia la cocina, donde el falso padre, vencido el rostro sobre la mesa por la culpa y la memoria, soñaba con cuchillos carniceros, ignorante del tropel de moscas y hormigas entregadas a la postrera cena entre botellas, cenizas y restos de carroña. Hacia la ciudad, cuyas demudadas cuevas desviaban la mirada del cielo, ofreciendo su telaraña de antenas a la anhelada consumación. Hacia las fuentes. Y las dos madres, entrelazados sus cabellos en las raíces del mundo, amorosamente dejaron fluir sus jugos en la tierra pues supieron que, armado de espanto, Rey Sebastián había llegado. 



     

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