"Temo que no podamos desembarazarnos de
Dios, pues
seguimos
creyendo en la gramática”
(Nietzsche)
Recordaba bien aquella
mañana en la torre. En su bondad, el invierno y la nieve habían destituido la
variedad. Ningún rasgo agitaría ahora su memoria. La blanca página frente a su
ventana, salpicada apenas por volátiles comas desvanecidas en un horizonte
difuso, constituiría en adelante su único pergamino. Era preciso desalentar el
orden inconexo de las frases, anular la sintaxis del pasado, imponer silencio
en el caos.
Sí, también entonces
parecía fácil.
Había sido ya tantos. Un
niño: en primavera vislumbraba desde la azotea un pavoroso vacío azul surcado
por golondrinas, recelaba de que cielo y horas continuasen siempre, siempre, husmeaba
el miedo a que para siempre se acabasen. Debo labrar mi propio huerto. Abrazar
un caballo lacerado por un cochero, retornar, callar. Tantos he sido, y ninguno
yo.
¿Tan cansados están los hombres de mí?
Hermano del alma,
Scardanelli, cobíjame. No sea que nunca haya de terminar este viaje.
No sea que mañana nunca
escampe.
Secos los ojos, el
terror inunda mi corazón.
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